miércoles, 31 de agosto de 2011

Armando Alzamora




Fabuladores y escépticos



Siempre tuve un tipo de locura peculiar. Es de juventud y aún la conservo: consiste en divertirme con la gente generándoles conflictos algo insólitos y extraños, creados por mí. Puedo darles un ejemplo:
Hace dos años trabajaba en un call center para un servicio informativo. Mi labor consistía en dar la bienvenida a los clientes que se inscribían en un nuevo plan tarifario. El mensaje se lo transmitíamos de dos formas: a través de un SMS y por teléfono. Existía un speech predeterminado que desde un servidor, con tan sólo insertar el número del usuario, llegaba a su destino como prueba de la afiliación. El speech decía más o menos lo siguiente:

''Estimado cliente, Telefónica le da la bienvenida a su nuevo plan XXX. A partir de ahora usted ya cuenta con su nueva tarifa. Gracias por su preferencia.''

Luego llamábamos al mismo número, repetíamos el speech y atendíamos las dudas finales de los usuarios. Fin del trabajo. Me aburría mucho, cansado de la monotonía del tecleo, las llamadas incontables, las voces cansinas de mis compañeros que sentían obviamente la misma sensación de hastío pero que no eran capaces de manifestarlo o revelarse contra ello.
Mi rebeldía comenzó una semana antes de mi renuncia (y casi puedo admitir que en el momento en que empecé sabía indefectiblemente que debía renunciar). Mi idea consistió en alterar el speech, insertando para ello, antes de la despedida, un verso oscuro que rememoraba para la ocasión. Así, los SMS’s que llegaban a los clientes durante esa semana decían algo muy parecido a esto:

''Estimado cliente, Telefónica le da la bienvenida a su nuevo plan XXX. A partir de ahora usted ya cuenta con esta nueva tarifa. Y recuerde que: «El amor es un perro en infierno». Gracias por su preferencia''.

Fue divertidísimo, porque después, cumpliendo con el protocolo de mis funciones, realizaba la llamada a los usuarios para saludarlos, y éstos, consternados -casi todos-, comentaban que acababa de llegarles un mensaje ‘’extraño’’ al celular.

-¿Sí? -les preguntaba con cinismo- ¿Y qué decía?

Me lo explicaban en sus palabras; yo tenía que apretar el mute para reírme sin ser escuchado.

-Caray -les comentaba en ocasiones- Quizás sea un error.

De esa manera envié SMS's durante mi última semana en la empresa, insertando versos extraídos de mi lista personal. Llegaban versos como: ''Solitarios son los actos del poeta como son los del amor y la muerte'' o ''La niebla es Dios que no dice nada'' o también ''La masturbación es un caballo blanco''. Del último, recuerdo una anécdota, por ser el más provocador (también había ocasiones en que no contestaban el teléfono, por eso sólo dejábamos el mensaje en la contestadora y asunto arreglado). Un caballero de voz joven me comentó que le había llegado un mensaje respecto a la masturbación. Y yo:

-¿En qué sentido?, ¿Qué decía el mensaje?
-Decía que la masturbación es un caballo blanco, pero no entiendo, ¿por qué me mandan esos mensajes a mí? -preguntó con ingenuidad.

Quise reír terrible, interminablemente (en mute), pero por alguna razón que desconozco me contuve y, en vez de eso, pregunté:

-¿Y qué cree usted que quiere decir el mensaje?
-No tengo la menor idea -contestó-, pero me parece una frase delicada para tratarse de algo tan fuerte.

Luego agregó:

Voy a guardarlo, me parece tan extraño que me envíen este mensaje que lo voy a guardar, si lo cuento nadie me lo creería, pero guardándolo tengo la prueba, en serio es algo demasiado curioso.
-Es cierto -agregué (ya no tenía ganas de reírme).

Esa conversación me hizo recalar en una serie de cuestionamientos acaso interesantes: ¿Existía en ese instante un grupo de personas preguntándose por la extrañeza del mensaje recibido? Y peor aún: ¿Cabía en ellos la posibilidad de cuestionar lo sucedido al punto (como el joven de la anécdota) de querer conservar el mensaje en el buzón de entrada como la única evidencia que les permitía constatar la realidad?
Ese mensaje (quiero creerlo) se convirtió para algunos en una especie de puente, un puente que tendido abolía ciertos mitos. Pero era muy fácil destruir el puente. Bastaba con que un escéptico cuestionase el origen del mensaje:

-¿Quién te asegura que lo envió la Telefónica? -diría.

O al joven de la anécdota:

-¿El teleoperador te confirmó que ese mensaje lo envió su propia empresa?

En resumidas cuentas, esta ocurrencia separaba a un universo de personas en dos grupos bien diferenciados: los fabuladores y los escépticos. Me sorprendí de que un hecho tan simple me llevara a estas reflexiones. Quizás para algunos suenen banales (con seguridad son los del segundo grupo); yo, en cambio, me enorgullezco, y a lo largo de los años me las ingenio para poner a las personas en tales circunstancias: es mi locura peculiar, mi manera de corroborar cuán débil es la realidad cuando una ficción irrumpe en ella desestabilizando sus bases.

Renuncié un lunes y durante la semana fui a embriagarme al Rinconcito Norteño con unos colegas. Conté la anécdota y todos coincidieron en que era muy original.

-Haces huevadas –dijo El Charly.
-Sabrá Dios –dijo Nocturno- si algún otro pendejo habrá tenido alguna idea similar...
-Lo dudo –dijo Alfredo.
-¿Y por qué ese afán de confundir a las personas? –me dijo Copa.
-No sé –le contesté-, creo que se trata de un fin gnoseológico…
-Así es, pendejo –repuso Copa al instante-, partes de la observación de un fenómeno concreto y lo sometes a dialéctica… ¡pendejo!

Estallamos en risas. Reímos mucho, luego pasó el rato, cambiamos de tema y brindamos; terminamos tarde. Volví a casa con el rótulo de desempleado, pero no me importaba: por un momento, mediante mis experimentos con los mensajes de texto, sentí que tuve el poder de controlar la imaginación de las personas. Esa idea me resultó tan gratificante que bien valía la pena estar sin trabajo por un tiempo.   

Reflexión de último momento:

Mi hipótesis sobre un escéptico cuestionador de los orígenes de los mensajes me ha llevado a postular que la ficción, tal como la realidad, posee características muy similares de debilidad. La cuestión es: ¿posee alguna de ellas un mayor grado de debilidad o es que ambas tienen tal poder que se aniquilan mutuamente dejándonos en un limbo ontológico?    

lunes, 29 de agosto de 2011

Alessandro Baricco





Novecientos

(Fragmento)

Fue en verano, en el verano de 1931, cuando sobre el Virginian subió Jelly Roll Morton. Todo vestido de blanco, hasta el sombrero. Y con un diamante así en el dedo.

Era uno que cuando daba conciertos escribía en los carteles: esta noche Jelly Roll Morton, el inventor del jazz. No lo escribía porque sí: esta convencido de ello: el inventor del jazz. Tocaba el piano. Sentado sobre tres cuartos, y dos manos como mariposas. Ligerísimas. Había empezado en los burdeles de Nueva Orleáns, donde había aprendido a levitar sobre las teclas y a acariciar las notas: hacía el amor... en el piso de arriba, y no querían alboroto. Querían una música que se escurriese detrás de las cortinas y por debajo de las camas, sin perturbar. Él tocaba una música así. Y en eso, en verdad, era el mejor.

Hubo alguien, que en alguna parte, un día, le habló de Novecientos. Debieron haberle dicho algo así: ése es el más grande. El pianista más grande del mundo. Puede parecer absurdo pero es algo que podía haber sucedido. Nunca había tocado una sola nota fuera del Virginian, Novecientos, y sin embargo era un personaje celebre a su manera, en esos tiempos, una pequeña leyenda. Los que bajaban del barco hablaban de una música extraña y de un pianista que parecía que tuviese cuatro manos, de la cantidad de notas que obtenía. Corrían varias historias, algunas ciertas, a veces, como la del senador americano Wilson que había hecho todo el viaje en tercera clase, pues era ahí donde Novecientos tocaba, cuando no tocaba las notas normales, sino las suyas, que normales no eran. Tanía un piano, allá abajo, adonde iba por las tardes, o muy tarde de noche. Primero escuchaba: quería que la gente cantase las canciones que sabían, en ocasiones alguien sacaba una guitarra, o una armónica, algo, y empezaba a tocar, músicas que venian de quién sabe dónde... Novecientos escuchaba. Luego empezaba a levitar sobre las teclas, mientras ellos cantaban o tocaban, levitaba sobre las teclas y poco a poco aquello se convertía en un tocar verdadero y auténticos, salían sonidos de piano -vertical, negro- que eran sonidos de otro mundo. Adentro esta todo: todas a la vez, todas las músicas de la Tierra. Era para quedarse helado. Y helado se quedó el senador Wilson cuando lo oyó, y excepto de la historia de la tercera clase -él todo elegante, en medio de aquel hedor, porque apestaba de verdad-, excepto esa historia, tuvieron que bajarlo a la fuerza al llegar, pues por él habría permanecido allí arriba, escuchando a Novecientos por el resto de los putos años que le quedaban de vida. De verdad. Lo escribieron en los periódicos, pero era cierto. Fue así como pasó.

En fin, alguno debe haber ido con Jelly Roll Morton a decirle: a bordo de aquel barco hay uno que con el piano hace lo que quiere. Y cuando quiere joca jazz, pero cuando no quiere toca una cosa que es como diez jazzes juntos a la vez. Jelly Roll Morton tenía mal carácter, todos lo sabían. Dijo: "¿Cómo va a tocar bien uno que no tiene siquiera los cojones para bajar de un barco de mierda?" Y se puso a reir, como loco, él, el inventor del jazz. La cosa habría terminado ahí, pero hubo uno que entonces dijo: "Haces bien en reir, porque como ése se decidiera a bajar, tú volvías a tocar en los burdeles, por Dios que es grande, en los burdeles." Jelly Roll Morton dejó de reir, sacó del bolsillo una pequeña pistola con la culata madreperla, apuntó a la cabeza del tipo que había hablado y no disparó, pero dijo: "¿Dónde está el puto barco?"

Tenía la idea de un duelo. En aquella época se usaba. Se desafiaban a golpes de piezas de talento y al final uno ganaba. Cosas de músicos. Nada de sangre pero bastante de odio, de odio verdadero, odio gitano. Notas y alcohol. Podía durar toda una noche. Esa es la idea que tenía Jelly Roll, para terminar de una vez con esta historia del pianista en el oceáno y todas esas estupideces. Para terminar de una vez. El problema era que Novecientos, a decir verdad, en los puertos no tocaba nunca, no quería tocar. Eran ya un poco como tierra, los puertos, y no le apetecía. Él tocaba donde quería. Y quería que fuese en medio del mar, cuando la tierra no es más que luces lejanas, o un recuerdo, o una esperanza. Era así. Jelly Roll Morton soltó mil blasfemias, luego pagó de su bolsillo un billete de ida y vuelta a Europa y subió al Virginian, él, que no había nunca puesto un pie en un barco que no fuese a lo largo del Mississippi. "Es lo más idiota que jamás haya hecho en la vida", dijo, con algún juramento de por medio, a los periodistas que fueron a despedirlo al muelle catorce del puerto de Boston. Luego se encerró en el camarote, y esperó que la tierra se convirtiese en lejanas luces, en recuerdo, en esperanza.

A Novecientos no es que esto le interesara mucho. Ni siquiera lo etendía bien. ¿Un duelo? ¿Y por qué? Pero sentía curiosidad. Quería oir cómo diablos tocaba el inventor del jazz. No lo decía de broma, se lo creía: que de verdad fuera el inventor del jazz. Creo que tenía la intención de aprender algo. Algo nuevo. Así era él. Un poco como el viejo Danny: no tenía sentido de la competencia, no le importaba nada saber quién ganaría: era todo lo demás lo que le asombraba. Todo lo demás.

A las 21 y 37 sel segundo día de navegación, con el Virginian lanzado a veinte nudos por la ruta de Europa, Jelly Roll Morton se presentó en el salón de baile de primera clase, elegantísimo, de negro. Todos sabían muy bien qué hacer. Los bailarines se detuvieron, nosotros, los de la banda, pasamos los instrumentos, el barman sirvió un whisky, la gente enmudeció. Jelly Roll cogió el whisky se acercó al piano y miró a los ojos a Novecientos. No dijo nada, pero lo que se escuchó en el aire fue: "Levántate de ahi".

Novecientos se levantó.

"Usted es el que ha inventado el jazz, ¿verdad?"

"Ya. Y tú el que toca sólo si tienes el oceáno debajo del culo, ¿verdad?"

"Sí."

Se había presentado. Jelly Roll encendió un cigarrillo, lo apoyó en vilo sobre el borde del piano, se sentó, y empezó a tocar Ragtime. Pero parecía algo nunca oído. No tocaba, se deslizaba. Era como un vestido de seda que caía del cuerpo de una mujer mientras bailaba. Estaban ahi todos los burdeles de América, en esa música, pero los burdele de lujo, ésos donde hasta la del guardarropa es guapa. Jelly Roll terminó bordando unas notitas invisibles, arriba arriba, al final del teclado, como una pequeña cascada de perlas sobre un suelo de mármol. El cigarrillo seguía allí, en el borde del piano: consumido a medias, pero toda la ceniza. Se podría decir que no había querido caer para no hacer ruido. Jelly Roll cogió el cigarrillo entre los dedos, tenía las manos como mariposas, ya lo he dicho, cogió el cigarrillo y ceniza permaneció ahí, no quería caer, tal vez había algún truco, no lo sé, el caso es que no se caía. Se levantó, el inventor del jazz, se acercó a Novecientos, le puso el cigarrillo debajo de la nariz, con toda su ceniza perefecta, y dijo:

"Te toca, marinero".

Novecientos sonrió. Se estaba divirtiendo. De verdad. Se sentó e hizo la cosa más estúpida que hubiera podido. Tocoó Vuelve papito, una canción de idiotez infinita, cosa de niños, se la había oído a un inmigrante años atrás, y desde entonces no había podido quitársela de encima, le gustaba de verdad, no sé que le encontraba pero le gustaba, le parecía locamente conmovedora. Claro que no era lo que se puede decir una pierza virtuosa. De querer, hasta yo habría podido aprender a tocarla. La tocó jugando un poco con los bajos, repitiendo algo, añadiendo dos o trez trazos suyos, pero en resumen cuentas era una idiotez y como idiotez quedó. Jelly Roll puso una cara como si lo hubieran robado los regalos de navidad. Fulminó con una mirada de lobo a Novecientos y volvió a sentarse al piano. Se marcó un blues que hubiería hecho llorar hasta un mecánico alemán, parecía que todo el algodón de todos los negros del mundo estuvieran allí y que lo recogiera él, con esas notas. Para dejar el alma. Toda la gente se puso de pie: moqueaban y aplaudían. Jelly Roll ni siquiera hizo un gesto de reverencia, nada, se notaba que estaba a punto de estar hasta los huevos de todo aquello.

Le tocaba de nuevo a Novecientos. Ya empezó mal pues se sentó al piano con dos lagrimones así en los ojos, acausa del blues, lo habia conmovido, y esto se puede entender. Pero lo más absurdo fue que con toda la música que tenía en la cabeza y en la manos, no se le ocurrió otra cosa que: tocar el blues que acababa de escuchar. "Era tan hermoso", me dijo después, al día siguiente, como para justificarse un poco, ¡figúrate! Realmente no tenía idea de lo que era un duelo, ni la más mínima idea. Tocó el blues aquel. Además, en su cabeza se había transformado en una serie de acordes, lentísimos, uno tras otro, en procesión, un aburrimiento fatal. Tocaba hecho un desastre sobre el teclado, gozaba con cada uno de esos acordes, extraños y, además de todo, disonantes: se lo pasaba de puta madre. Los demás, menos. Al terminar se oyó hasta algún silbido.

Fue entonces que Jelly Roll Morton perdió definitavamente la paciencia. Más que ir al piano, le saltó encima. Entre dientes, pero de modo que todos lo entendiesen murmuró unas palabras, muy claras.

"Y ahora ve a que te den por el culo, maricón."

Luego rompió a tocar. Pero tocar no es la palabra. Un malabarista. Un acróbata. Todo lo que se puede hacer... con un teclado de ochenta y ocho teclas, él lo hizo. A una velocidad monstruosa. Sin errar una nota, sin mover un músculo de la cara. No era siquiera música: eran juegos de manos, era magia de la buena. Era un maravilla. La gente se volvió loca. Gritaban y aplaudían, no habían nunca visto algo así. Un alboroto tal que parecía Año Nuevo. En medio del jaleo, me encontré con Novecientos: menuda cara que tenía. Y estaba además asombrado. Me miró y dijo:

"Ese es tonto del culo"

No lo respondí. No había nada que responderle. Se acercó a mí y me dijo:

"Dame un pitillo, venga..."

Yo estaba tan confundido que cogí y se lo dí. Me explico: Novecientos no fumaba. Nunca había fumado antes. Cogío el cigarrillo, se dio la vuelta y se fue a sentarse al piano. Tardaron un poco, en el salón, en darse cuenta que se había sentado ahí, y que quizá querría tocar. Se escucharon algunas bromas pesadas y carcajadas, algún silbido, la gente es así, es mala con los que pierden. Novecientos esperó con paciencia a que hubiese un poco de silencio... alrededor. Luego echó una mirada a Jelly Roll, que estaba de pie, en el bar, bebiendo una copa de champán, y dijo en voz baja:

"Te lo has ganado, pianista de mierda."

Luego apoyó mi cigarrillo en el borde del piano.

Apagado.

Y comenzó.


(En el audio comienza un fragmento de una virtuosismo genial, tal vez tocado a cuatro manos. No dura más de medio minuto. Termina con una descarga de acordes muy fuertes. El actor espera que termine, luego retoma la palabra)

Así.

El público se tragó todo sin respirar. Conteniendo el aire. Con los ojos clavados en el piano y la boca abierta, como unos perfectos imbéciles. Permanecieron así, en silencio, completamente enervados, aun después de la tremenda descarga final de acordes que parecía hecha a cien manos, parecía que el piano explotaría de un momento a otro. En medio de aquel silencio de locura, Novecientos se alzó, con el cigarrillo, se inclinó un poco hacia adelante, más allá del teclado, y lo acercó a las cuerdas del piano.

Leve chirrido.

Lo retiró de ahí, y estaba encendido.

Lo juro.

Encendido del todo.

Novecientos lo sostenía en la mano como si fuera una pequeña vela. No fumaba, no sabía fumar, no sabía ni sostenerlo entre los dedos. Dio unos pasos y llegó a Jelly Roll Morton. Le puso el cigarrillo.

"Fúmalo tú. Yo no sirvo para esto"

Fue entonces que la gente se despertó del encanto. Brotó una apoteosis de gritos, aplausos y escándalo, yo que sé, no se había visto nunca una cosa parecida, todos gritaban, todos querían tocar a Novecientos, un jaleo descomunal, no se entendía nada. Pero yo lo vi, ahí en el medio, a Jelly Roll Morton, fumando nerviosamente ese maldito cigarrillo, buscando qué cara poner, y como no la encontraba, ni siquiera sabía bien hacia dónde mirar, de pronto su mano de mariposa se puso a temblar, temblaba en serio, y yo la vi, y no lo olvidaré nunca, temblaba tanto que de repente la ceniza del cigarrillo se soltó y cayó, primero sobre su precioso traje negro y luego, deslizándose, hasta el zapato derecho, zapato de charol negro, brillante, esa ceniza como un soplido blanco, lo miró, lo recuerdo muy bien, miró el zapato, el charol y la ceniza, y comprendió, lo que había que comprender lo comprendió, dio la vuelta sobre sí mismo y caminando despacio, paso a paso, tan despacio para que la ceniza no se moviera de su sitio, atravesó el gran salón y desapareció de él, con sus zapatos de charol negro, y sobre uno de ellos el soplido blanco, y él que se lo llevaba, y allí estaba escrito que alguno de ellos había ganado, y no era él.

Jelly Roll Morton pasó el resto del viaje encerrado en su camarote. Llegado a Southampton, bajó del Virginian. Al día siguiente partió hacia América. En otro barco, eso sí. No quería saber nada, ni de Novecientos ni de todo lo demás. Quería volver y ya.

Desde el puente de tercera clase, apoyado en el costado, Novecientos lo vio bajar, con su bello traje blanco y todas las maletas, preciosas, de cuero claro. Y recuero que solamente dijo:

"Que le den por el culo también al jazz."



Extraído de "Novecientos" de Alessandro Barico, traducción de José Manuel López y Marinella Pigozzi, Amaranto editores, Madrid, 1996.

martes, 16 de agosto de 2011

Lêdo Ivo


Vals fúnebre de Hermengarda

Heme junto a tu sepultura, Hermengarda,
para llorar tu carne pobre y pura que ninguno de nosotros vio podrir.

Otros vendrían lúcidos y enlutados,
pero yo vengo bebido.

Y si esa mañana encontraran las cruz de tu tumba
tirada al suelo, no fue la noche, Hermengarda
ni fue el viento.
Fui yo.

Quise resguardar mi embriaguez en tu cruz
y caía al suelo donde reposas
cubierta de margaritas, aunque tristes.

Heme junto a tu tumba, Hermengarda,
para llorar nuestro amor de siempre.
No es la noche, Hermengarda, ni es el viento
Soy yo.


La rutina de la noche

Mi corazón es un secreto.
Con el oído pegado a mi pecho, percibes
el misterio que muestra el sueño de estar conmigo.
Mar perpendicular, la vida jamás duerme
ni aun cuando el sol viene a beber mi sombra.

Oyes mi corazón latir
como un golpe en la puerta, el grito en la atmósfera.
Así golpean la noche los corazones de los hombres.
El amor viene a apagar los recuerdos del día
y el mundo se reduce al cuarto donde amas.


La ventana sin sesgo

Lo que los aviadores ven
a tres mil metros de altura
los que los mineros ven
derribando árboles de cristal
lo que los buzos ven
dentro del mar, pisando la tierra como quien pisa una flor,
lo que el ciego ve cuando está caminando
lo que los niños creen ver durmiendo
lo que los sonámbulos ven, ante una fuente goteando,
lo que se ve cuando el amor es un abrazo
lo que se ve y no se ve
es lo que estoy viendo ahora
como si en tu mano hubiera una moneda
de corona escondida
y en el cielo el lado oculto de los planetas se revelara.

Veo el mundo con los ojos heridos por las estrellas
y los pulsos quemados por las estaciones.
En el cuarto donde duermo, oigo el rumor
de antípodas despiertos
y trópicos resbalan, perpendicularmente, sobre mis
párpados
cuando apenas nace el sol en mi sueño.

Duermo en el centro del universo y mi inocencia
es enorme
Como el joven amante esclavizado a la hidráulica
de un cuerpo desnudo
asisto al movimiento de las estrellas y a la incursión
de las nubes
y mi espíritu festeja en un mundo infinito, que jamás
se inició y jamás terminará,
este mundo que visto de noche es al universo, polvo
como un día que llorara en el hombro de los siglos.

Lo que los vivos ven y no olvidan
lo que todo hombre recuerda, la vida entera,
es lo que estoy viendo en este instante.


Extraído de "El silencio de las constelaciones ocultas. Antología Bilingüe", traducción y selección de Nidia Hernández, Monte Ávila editores, Caracas - Venezuela, 2011.