Novecientos
(Fragmento)
Fue en verano, en el verano de 1931, cuando sobre el Virginian subió Jelly Roll Morton. Todo vestido de blanco, hasta el sombrero. Y con un diamante así en el dedo.
Era uno que cuando daba conciertos escribía en los carteles: esta noche Jelly Roll Morton, el inventor del jazz. No lo escribía porque sí: esta convencido de ello: el inventor del jazz. Tocaba el piano. Sentado sobre tres cuartos, y dos manos como mariposas. Ligerísimas. Había empezado en los burdeles de Nueva Orleáns, donde había aprendido a levitar sobre las teclas y a acariciar las notas: hacía el amor... en el piso de arriba, y no querían alboroto. Querían una música que se escurriese detrás de las cortinas y por debajo de las camas, sin perturbar. Él tocaba una música así. Y en eso, en verdad, era el mejor.
Hubo alguien, que en alguna parte, un día, le habló de Novecientos. Debieron haberle dicho algo así: ése es el más grande. El pianista más grande del mundo. Puede parecer absurdo pero es algo que podía haber sucedido. Nunca había tocado una sola nota fuera del Virginian, Novecientos, y sin embargo era un personaje celebre a su manera, en esos tiempos, una pequeña leyenda. Los que bajaban del barco hablaban de una música extraña y de un pianista que parecía que tuviese cuatro manos, de la cantidad de notas que obtenía. Corrían varias historias, algunas ciertas, a veces, como la del senador americano Wilson que había hecho todo el viaje en tercera clase, pues era ahí donde Novecientos tocaba, cuando no tocaba las notas normales, sino las suyas, que normales no eran. Tanía un piano, allá abajo, adonde iba por las tardes, o muy tarde de noche. Primero escuchaba: quería que la gente cantase las canciones que sabían, en ocasiones alguien sacaba una guitarra, o una armónica, algo, y empezaba a tocar, músicas que venian de quién sabe dónde... Novecientos escuchaba. Luego empezaba a levitar sobre las teclas, mientras ellos cantaban o tocaban, levitaba sobre las teclas y poco a poco aquello se convertía en un tocar verdadero y auténticos, salían sonidos de piano -vertical, negro- que eran sonidos de otro mundo. Adentro esta todo: todas a la vez, todas las músicas de la Tierra. Era para quedarse helado. Y helado se quedó el senador Wilson cuando lo oyó, y excepto de la historia de la tercera clase -él todo elegante, en medio de aquel hedor, porque apestaba de verdad-, excepto esa historia, tuvieron que bajarlo a la fuerza al llegar, pues por él habría permanecido allí arriba, escuchando a Novecientos por el resto de los putos años que le quedaban de vida. De verdad. Lo escribieron en los periódicos, pero era cierto. Fue así como pasó.
En fin, alguno debe haber ido con Jelly Roll Morton a decirle: a bordo de aquel barco hay uno que con el piano hace lo que quiere. Y cuando quiere joca jazz, pero cuando no quiere toca una cosa que es como diez jazzes juntos a la vez. Jelly Roll Morton tenía mal carácter, todos lo sabían. Dijo: "¿Cómo va a tocar bien uno que no tiene siquiera los cojones para bajar de un barco de mierda?" Y se puso a reir, como loco, él, el inventor del jazz. La cosa habría terminado ahí, pero hubo uno que entonces dijo: "Haces bien en reir, porque como ése se decidiera a bajar, tú volvías a tocar en los burdeles, por Dios que es grande, en los burdeles." Jelly Roll Morton dejó de reir, sacó del bolsillo una pequeña pistola con la culata madreperla, apuntó a la cabeza del tipo que había hablado y no disparó, pero dijo: "¿Dónde está el puto barco?"
Tenía la idea de un duelo. En aquella época se usaba. Se desafiaban a golpes de piezas de talento y al final uno ganaba. Cosas de músicos. Nada de sangre pero bastante de odio, de odio verdadero, odio gitano. Notas y alcohol. Podía durar toda una noche. Esa es la idea que tenía Jelly Roll, para terminar de una vez con esta historia del pianista en el oceáno y todas esas estupideces. Para terminar de una vez. El problema era que Novecientos, a decir verdad, en los puertos no tocaba nunca, no quería tocar. Eran ya un poco como tierra, los puertos, y no le apetecía. Él tocaba donde quería. Y quería que fuese en medio del mar, cuando la tierra no es más que luces lejanas, o un recuerdo, o una esperanza. Era así. Jelly Roll Morton soltó mil blasfemias, luego pagó de su bolsillo un billete de ida y vuelta a Europa y subió al Virginian, él, que no había nunca puesto un pie en un barco que no fuese a lo largo del Mississippi. "Es lo más idiota que jamás haya hecho en la vida", dijo, con algún juramento de por medio, a los periodistas que fueron a despedirlo al muelle catorce del puerto de Boston. Luego se encerró en el camarote, y esperó que la tierra se convirtiese en lejanas luces, en recuerdo, en esperanza.
A Novecientos no es que esto le interesara mucho. Ni siquiera lo etendía bien. ¿Un duelo? ¿Y por qué? Pero sentía curiosidad. Quería oir cómo diablos tocaba el inventor del jazz. No lo decía de broma, se lo creía: que de verdad fuera el inventor del jazz. Creo que tenía la intención de aprender algo. Algo nuevo. Así era él. Un poco como el viejo Danny: no tenía sentido de la competencia, no le importaba nada saber quién ganaría: era todo lo demás lo que le asombraba. Todo lo demás.
A las 21 y 37 sel segundo día de navegación, con el Virginian lanzado a veinte nudos por la ruta de Europa, Jelly Roll Morton se presentó en el salón de baile de primera clase, elegantísimo, de negro. Todos sabían muy bien qué hacer. Los bailarines se detuvieron, nosotros, los de la banda, pasamos los instrumentos, el barman sirvió un whisky, la gente enmudeció. Jelly Roll cogió el whisky se acercó al piano y miró a los ojos a Novecientos. No dijo nada, pero lo que se escuchó en el aire fue: "Levántate de ahi".
Novecientos se levantó.
"Usted es el que ha inventado el jazz, ¿verdad?"
"Ya. Y tú el que toca sólo si tienes el oceáno debajo del culo, ¿verdad?"
"Sí."
Se había presentado. Jelly Roll encendió un cigarrillo, lo apoyó en vilo sobre el borde del piano, se sentó, y empezó a tocar Ragtime. Pero parecía algo nunca oído. No tocaba, se deslizaba. Era como un vestido de seda que caía del cuerpo de una mujer mientras bailaba. Estaban ahi todos los burdeles de América, en esa música, pero los burdele de lujo, ésos donde hasta la del guardarropa es guapa. Jelly Roll terminó bordando unas notitas invisibles, arriba arriba, al final del teclado, como una pequeña cascada de perlas sobre un suelo de mármol. El cigarrillo seguía allí, en el borde del piano: consumido a medias, pero toda la ceniza. Se podría decir que no había querido caer para no hacer ruido. Jelly Roll cogió el cigarrillo entre los dedos, tenía las manos como mariposas, ya lo he dicho, cogió el cigarrillo y ceniza permaneció ahí, no quería caer, tal vez había algún truco, no lo sé, el caso es que no se caía. Se levantó, el inventor del jazz, se acercó a Novecientos, le puso el cigarrillo debajo de la nariz, con toda su ceniza perefecta, y dijo:
"Te toca, marinero".
Novecientos sonrió. Se estaba divirtiendo. De verdad. Se sentó e hizo la cosa más estúpida que hubiera podido. Tocoó Vuelve papito, una canción de idiotez infinita, cosa de niños, se la había oído a un inmigrante años atrás, y desde entonces no había podido quitársela de encima, le gustaba de verdad, no sé que le encontraba pero le gustaba, le parecía locamente conmovedora. Claro que no era lo que se puede decir una pierza virtuosa. De querer, hasta yo habría podido aprender a tocarla. La tocó jugando un poco con los bajos, repitiendo algo, añadiendo dos o trez trazos suyos, pero en resumen cuentas era una idiotez y como idiotez quedó. Jelly Roll puso una cara como si lo hubieran robado los regalos de navidad. Fulminó con una mirada de lobo a Novecientos y volvió a sentarse al piano. Se marcó un blues que hubiería hecho llorar hasta un mecánico alemán, parecía que todo el algodón de todos los negros del mundo estuvieran allí y que lo recogiera él, con esas notas. Para dejar el alma. Toda la gente se puso de pie: moqueaban y aplaudían. Jelly Roll ni siquiera hizo un gesto de reverencia, nada, se notaba que estaba a punto de estar hasta los huevos de todo aquello.
Le tocaba de nuevo a Novecientos. Ya empezó mal pues se sentó al piano con dos lagrimones así en los ojos, acausa del blues, lo habia conmovido, y esto se puede entender. Pero lo más absurdo fue que con toda la música que tenía en la cabeza y en la manos, no se le ocurrió otra cosa que: tocar el blues que acababa de escuchar. "Era tan hermoso", me dijo después, al día siguiente, como para justificarse un poco, ¡figúrate! Realmente no tenía idea de lo que era un duelo, ni la más mínima idea. Tocó el blues aquel. Además, en su cabeza se había transformado en una serie de acordes, lentísimos, uno tras otro, en procesión, un aburrimiento fatal. Tocaba hecho un desastre sobre el teclado, gozaba con cada uno de esos acordes, extraños y, además de todo, disonantes: se lo pasaba de puta madre. Los demás, menos. Al terminar se oyó hasta algún silbido.
Fue entonces que Jelly Roll Morton perdió definitavamente la paciencia. Más que ir al piano, le saltó encima. Entre dientes, pero de modo que todos lo entendiesen murmuró unas palabras, muy claras.
"Y ahora ve a que te den por el culo, maricón."
Luego rompió a tocar. Pero tocar no es la palabra. Un malabarista. Un acróbata. Todo lo que se puede hacer... con un teclado de ochenta y ocho teclas, él lo hizo. A una velocidad monstruosa. Sin errar una nota, sin mover un músculo de la cara. No era siquiera música: eran juegos de manos, era magia de la buena. Era un maravilla. La gente se volvió loca. Gritaban y aplaudían, no habían nunca visto algo así. Un alboroto tal que parecía Año Nuevo. En medio del jaleo, me encontré con Novecientos: menuda cara que tenía. Y estaba además asombrado. Me miró y dijo:
"Ese es tonto del culo"
No lo respondí. No había nada que responderle. Se acercó a mí y me dijo:
"Dame un pitillo, venga..."
Yo estaba tan confundido que cogí y se lo dí. Me explico: Novecientos no fumaba. Nunca había fumado antes. Cogío el cigarrillo, se dio la vuelta y se fue a sentarse al piano. Tardaron un poco, en el salón, en darse cuenta que se había sentado ahí, y que quizá querría tocar. Se escucharon algunas bromas pesadas y carcajadas, algún silbido, la gente es así, es mala con los que pierden. Novecientos esperó con paciencia a que hubiese un poco de silencio... alrededor. Luego echó una mirada a Jelly Roll, que estaba de pie, en el bar, bebiendo una copa de champán, y dijo en voz baja:
"Te lo has ganado, pianista de mierda."
Luego apoyó mi cigarrillo en el borde del piano.
Apagado.
Y comenzó.
(En el audio comienza un fragmento de una virtuosismo genial, tal vez tocado a cuatro manos. No dura más de medio minuto. Termina con una descarga de acordes muy fuertes. El actor espera que termine, luego retoma la palabra)
Así.
El público se tragó todo sin respirar. Conteniendo el aire. Con los ojos clavados en el piano y la boca abierta, como unos perfectos imbéciles. Permanecieron así, en silencio, completamente enervados, aun después de la tremenda descarga final de acordes que parecía hecha a cien manos, parecía que el piano explotaría de un momento a otro. En medio de aquel silencio de locura, Novecientos se alzó, con el cigarrillo, se inclinó un poco hacia adelante, más allá del teclado, y lo acercó a las cuerdas del piano.
Leve chirrido.
Lo retiró de ahí, y estaba encendido.
Lo juro.
Encendido del todo.
Novecientos lo sostenía en la mano como si fuera una pequeña vela. No fumaba, no sabía fumar, no sabía ni sostenerlo entre los dedos. Dio unos pasos y llegó a Jelly Roll Morton. Le puso el cigarrillo.
"Fúmalo tú. Yo no sirvo para esto"
Fue entonces que la gente se despertó del encanto. Brotó una apoteosis de gritos, aplausos y escándalo, yo que sé, no se había visto nunca una cosa parecida, todos gritaban, todos querían tocar a Novecientos, un jaleo descomunal, no se entendía nada. Pero yo lo vi, ahí en el medio, a Jelly Roll Morton, fumando nerviosamente ese maldito cigarrillo, buscando qué cara poner, y como no la encontraba, ni siquiera sabía bien hacia dónde mirar, de pronto su mano de mariposa se puso a temblar, temblaba en serio, y yo la vi, y no lo olvidaré nunca, temblaba tanto que de repente la ceniza del cigarrillo se soltó y cayó, primero sobre su precioso traje negro y luego, deslizándose, hasta el zapato derecho, zapato de charol negro, brillante, esa ceniza como un soplido blanco, lo miró, lo recuerdo muy bien, miró el zapato, el charol y la ceniza, y comprendió, lo que había que comprender lo comprendió, dio la vuelta sobre sí mismo y caminando despacio, paso a paso, tan despacio para que la ceniza no se moviera de su sitio, atravesó el gran salón y desapareció de él, con sus zapatos de charol negro, y sobre uno de ellos el soplido blanco, y él que se lo llevaba, y allí estaba escrito que alguno de ellos había ganado, y no era él.
Jelly Roll Morton pasó el resto del viaje encerrado en su camarote. Llegado a Southampton, bajó del Virginian. Al día siguiente partió hacia América. En otro barco, eso sí. No quería saber nada, ni de Novecientos ni de todo lo demás. Quería volver y ya.
Desde el puente de tercera clase, apoyado en el costado, Novecientos lo vio bajar, con su bello traje blanco y todas las maletas, preciosas, de cuero claro. Y recuero que solamente dijo:
"Que le den por el culo también al jazz."
Extraído de "Novecientos" de Alessandro Barico, traducción de José Manuel López y Marinella Pigozzi, Amaranto editores, Madrid, 1996.
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